Paul Guillén: el ritmo poético viene del corazón

Un poeta es también la voz de sus adentros. Un eco repartido entre la experiencia y la reflexión, materiales en los que el ritmo poético trabaja sin pausa. Eso no necesariamente significa que la escritura sea cotidiana, o copiosa la publicación. Escribir poesía, como decía Wallace Stevens, no es lo mismo que extraer poesía de aquello que se experimenta en la vida.

Paul Guillén (Ica, Perú, 1976), conoce esas diferencias. Autor de cuatro libros de poesía y varias plaquetas, vive desde hace algunos años en Estados Unidos, país en el que ha realizado también algunos ensayos y antologías.

La conversación que sostuvimos visita algunas preocupaciones suyas alrededor del oficio poético. Formas de adentrarse a ese espejo en el que las palabras tornan su sentido, al igual que bajo la insistencia del fuego los metales.

¿Cuál es la visión que tienes frente a la tradición de la poesía en el Perú?

La poesía peruana tiene representantes que todo el mundo conoce: Eguren, Vallejo, Oquendo de Amat, un grupo que, de cierta forma, define la poesía peruana. El poeta Pablo Guevara, mi profesor en la Universidad de San Marcos, decía que estos padres literarios escribían de la manera que en ese momento se exigía, a la altura de la poesía europea y latinoamericana. Pero después de eso hay una renovación: la inserción de la poesía británica en los trabajos de Cisneros, Hinostroza, Hernández, y que ha continuado con Hora Zero. Pienso que ahora ya no es necesario escribir así, ya no se escriben esos poemas. Ahora se requiere otro tipo de poemas. Y sin embargo, veo que hay una suerte de reciclaje: poetas que quieren escribir como Eielson, como Hinostroza, etc. Es un reciclaje tratar de imitar eso: una poesía muy culta y correcta. También habría que ver otras perspectivas. El viaje que hice a Estados Unidos me sirvió para eso. Abrirme a otras realidades y formas de poetizar, romper los géneros, pensar la poesía de otra manera. No está más la figura del poeta como el elegido, como ese pequeño dios que va a surfear en la palabra sagrada. Mi mirada a la tradición hace que tenga muy presentes a poetas como Westphalen, Eguren o Juan Ojeda, pero también me llevan a reivindicar un contracanon, figuras marginales que no son muy visitadas: Chirinos Cúneo, Morales Saravia, por ejemplo. Hay un gran movimiento entre el canon y el contracanon, una pugna valiosa. Siempre me gustó tratar de leer a gente no tan visitada.

Aquel encuentro con la tradición, en poetas como tú, sucede muy temprano. ¿Qué le añade la juventud a ese diálogo con la poesía?

Cuando uno empieza a leer, a tratar de escribir, hay una frescura inicial que luego es difícil de recordar. Uno se quiere comer el mundo pero quizá no tiene los elementos en ese momento. Cuando empecé, tenía esa motivación: investigar, enlazar la reflexión con otras corrientes. Al inicio, mi camino estaba más cerca de la poesía del mundo grecolatino, después acogí una poesía más política, con otros referentes, pero siempre mezclando las experiencias vividas. Me gusta seguir lo que hacen los jóvenes: Mutantres, Poesía Sub25, los muchachos de Tajo, que están haciendo cosas interesantes. En las iniciativas jóvenes siempre hay una intención de diálogo, algo que no pasó con Hora Zero, por ejemplo, que canceló la poesía anterior al ausentar el diálogo, a pesar de que hay varias pistas que nos muestran que ese diálogo existía: Pimentel, en una de sus primeras publicaciones cita un poema de César Moro, Tulio Mora, años después, reconoce conexiones con William Carlos Williams o con el peruano Cisneros. Todo está dentro de un vaivén que me parece positivo.

Ese vaivén muestra que la poesía está en movimiento. Sin embargo, ¿tiene ese movimiento algo que ver con la evolución, con el progreso de la poesía?

En la poesía peruana está muy presente la práctica de dividir a las generaciones cada diez años, como un paralelo entre la poesía y la historia. En la historia hay capas temporales que se conocen como momento de evolución de la historia. En la poesía no pasa lo mismo, pero algunos críticos han pretendido que es así. El rol de la palabra en la poesía implica, sin embargo, la historia. Herodoto creía en los rumores, en las fuentes orales como espacios para la historia, espacios donde se creaba el mito, y la poesía tiene ese papel, la creación de nuevos referentes, nuevos ciudadanos. Verástegui propone eso: una nueva ciudad, un nuevo ciudadano, en 1973 da varios detalles de la Lima de ahora. Los cambios que existen en la historia no son, de ningún modo, termómetros de un sentido evolutivo o de progreso en la poesía.

¿La poesía como generadora del mito mantiene relación decisiva con el hombre. El yo desde el que el poeta habla es la confirmación del sitio que ocupa el poeta en el mundo o del lugar del mundo en la construcción del poeta?

La poesía que recientemente he tratado de seguir es conocida como documental, investigativa. En ella la figura del yo como autor, autoridad o autoritario está menos definida. En el inicio de Cuatro cuartetos de Eliot, por ejemplo, el yo está tan definido que termina siendo, a mi parecer, una poesía fascista: no hay posibilidad, para ese yo el poeta solo puede ser A o B, no te deja ningún espacio para ti frente a esa voz monolítica que quiere organizarlo todo. Estoy un poco cansado con la forma en la que se concibe la poesía del yo. Mi libro inédito es justamente un rompimiento con eso. El poeta ya no es un ser privilegiado, un ser tocado, que va a decir todo lo que tiene sentido, alguien a quien el lector tiene que decodificar. Ahora, creo, hay que apropiarse de diversos materiales y romper ese yo. Eso se ha visto en la región. Un caso, el de Alejandro Tarrab y su poemario Degenerativa, en el que casi ninguna cosa de las que pone está hecha por el poeta, es un libro hecho de citas.

De igual forma, Luis Felipe Fabre tiene un libro que se llama La sodomía de la Nueva España, que es la investigación de los casos de sodomía cuando los españoles llegaron a México. Aquí el poeta es más un curador, un organizador. El yo en ese momento está presente, pero no es una autoridad que corta la carga poética de ese sentido. Es algo más democrático.

¿Qué se modifica en la poesía cuando el yo se diluye?

Siento que se apropia de una carga teatral, dramática, de una carga narrativa, si quieres, por la presencia de diversas voces, de distintos documentos, a ratos, como en la novela. El yo cambia, se permea de una manera diferente, como lo hace Eielson o Francisco Bendezú, quienes tenían una concepción diferente a la que se puede tener hoy sobre la poesía.

Creo que va de la mano con las concepciones del arte conceptual que están sucediendo ahora, claro que eso ha puesto a discutir a la crítica en otros territorios y categorías como la del posmodernismo, pensándolo con calma, creo que en el Perú no hay mucha aproximación para utilizar una categoría así en la poesía. Quizá poetas como Santiváñez, De Ramos o Verástegui puedan acercarse a esa reflexión, pero también guardas formas de escribir poesía dialogando con la tradición.

Trilce sigue siendo para la gente un libro obligado de lectura. Pero también hay casos como Las armas molidas, de Juan Ramírez Ruiz, que es un libro que aún no se ha podido definir. Quizá en unos años existan herramientas para hacerlo. Monte de Goce, de Verástegui, es otro libro en ese sentido. Yo lo he trabajado como un reto, pues superaba la capacidad que tenía para responderme las preguntas que el libro me hacía. Seguro, más adelante, vendrá más gente que pueda explicarlo mejor.

¿El poema proviene desde la experiencia o su fragua puede localizarse en la lectura, la investigación, la exploración intelectual?

En cada poeta eso es diferente. En mi caso, ha sido una mezcla de las dos: cosas que me pasaron, como el poema que dedico a Pimentel y cuyo inicio describe a un poeta que se hunde en el mar de Chorrillos, lo cual fue cierto, me sucedió en la vida real. Pero también está en mí la influencia de las bibliotecas, leer a los poetas. Siempre he obrado así, estando en las bibliotecas y en las calles. No se contraponen. Por decir, un poeta de biblioteca como Borges es un ser tan vital como un poeta de la calle como Manuel Morales o Luis Hernández.

¿El tono poético con el que se trabaja de dónde proviene?

Para mí, ese tono es del corazón. Siempre que leo me gusta la violencia de la forma poética que trabajo, eso es mi corazón, ahí está, pues es así como estoy dispuesto para la poesía, como la encaro. Por eso me gusta que tenga un ritmo violento, no tanto un tema violento pero sí un ritmo agitado, confuso. Son distintos los tonos en los poetas. Watanabe, por ejemplo, un poeta sosegado, Carlos López Degregori, más contemplativo. Pero que a mí me guste un ritmo más explosivo no invalida que otros poetas puedan hacer otra cosa.

Existe una diversidad de materiales con los que trabajas en tu poesía: documentos, pinturas, datos históricos. ¿Son documentos que implican un diálogo con el poder de la cultura?

He trabajado con una técnica que liga a la poesía con el arte visual. No es nueva. En la Iliada, cuando Homero describe el escudo de Aquiles también está haciendo lo mismo. El tema de escribir contra el poder podría verlo en el libro de poesía investigativa que escribí sobre el terremoto de 2007 en Ica. Ahí aparecen temas de historia, de la conquista, del terrorismo, de los gobiernos militares, una antesala para lo que iba a venir después. Trabajé muchas imágenes, apropiándome de ellas, interviniéndolas, ahora que se dice que vivimos un mundo de imágenes, podemos trazar nuevos discursos en ellas. La poesía es eso: la libertad, estar en contra del poder.

¿Cuál es el sentido de enfrentar desde la palabra al centro del poder?

El sentido de decir, de ejercer una voz, de darles voz a otros. Pero también, como dice Baudelaire, crear tu ciudad. Vivimos en este tipo de ciudad porque la creamos. En un sentido simbólico, micro, la poesía socava estructuras del poder. No es igual que un golpe de Estado pero es un golpe de Estado en el lenguaje. Todos usamos palabras pero palabras intervenidas, que no sean las generadoras de los mismos sentidos que generan las palabras en la política, donde son genocidas, represivas. Ese es el trabajo de la poesía, sin ser panfletaria, crear en el sentido simbólico una pequeña bomba.

¿Qué lugar ocupa el poeta en la sociedad actual?

No está contaminado por la estructura del poder y puede ejercer una voz más libre. No es el caso de países en los que los poetas pelean por premios y becas y existen muchas rencillas por dineros, posiciones. En Perú, donde no hay apoyo para la poesía, no se juega a ese ideal pero sí se juega a nivel del ego. Facebook, por ejemplo, ha mostrado a poetas peleando por cuántos likes tienen, por cuánta gente rebota sus poemas. Sigo creyendo, sin embargo, que la voz de un poeta verdadero, por naturaleza, es una voz disidente.

Vives en Estados Unidos desde hace varios años. ¿Cómo ha impactado ese cambio a tu forma de escritura?

He vivido en El Paso, Texas, una ciudad muy mexicana, que es una de las ciudades más seguras de EE.UU. a pocos metros de Ciudad Juárez, una urbe considerada, en los noventa, la más peligrosa del mundo. La influencia ha sido múltiple, desde la vida en la frontera hasta la vida académica, acá en Perú están estudiando, por ejemplo, temas literarios de hace cien años, nada de las vanguardias norteamericanas. Pude viajar por algunas ciudades de EE.UU. y México, nutrirme de nuevos aprendizajes, y conocer a gente que está haciendo cosas muy interesantes. Una visión que siempre garantiza nuevas preguntas que terminan guiando la reflexión sobre la poesía.